Entre sábado y domingo · 19 de octubre de 2009

1. Son tres, una adulta de coleta tensa, una adolescente de coleta tensa y una menor. Suben en la parada de la Estrella y siguen hasta Atocha, donde se apean para ensanchar la España profunda: miles de personas llegadas desde Galicia, Castilla León, Cataluña, Navarra, Andalucía y demás para pasear por el Prado, por Recoletos, por el Retiro, asomarse a Huertas, catar los Austrias, inundar el barrio de Salamanca y hacer fotografías antes de la procesión con Aznar y los cardenales. Hoy es la excusa del aborto. Las tres, peste a dinero, Opus Dei por los cuatro costados, resaltan entre los fundamentalistas de provincias como una boutique de Serrano en un corral.

2. Horas más tarde, B. y yo alargamos dos copas en cierto local de Maravillas. Al final de la sala, debajo del fresco de cuerpos desnudos y melenas, la casualidad está representando una parte muy determinada de nuestra conversación; B. no lo puede ver porque está de espaldas, pero yo, que estoy de frente, me convierto en testigo cada vez que aparto los ojos. Formas de mirar, formas de hablar, formas de sonreír, formas de moverse; bastan para intuir que, cuando acabe la velada, los cadáveres del talento y la inteligencia decorarán el mármol de esa mesa para mayor gloria del poder, que en esas lides gana casi siempre. La gente cree que cambiar la política o la economía del mundo es lo difícil. Tonterías; lo difícil es cambiar la injusticia y la estupidez del corazón.

3. La dedicatoria y la firma están en tinta roja; el libro, nuevo, huele a libro nuevo. B. ya se ha ido, pero me ha dejado el regalo que hojeo por la calle en una noche que parece extrañamente callada. Es sábado, es pronto, no hay nadie; es Madrid con sus cantos de sirena típicos de octubre, que son de alma helada en devaneo de verano. En lugar de seguir por Fuencarral hasta la boca de Corredera, giro y bajo por Divino Pastor, es decir, por el único tramo de la zona que ofrece una acera prácticamente a oscuras, la que sigue el muro de la iglesia neogótica y sus jardines. A seis metros, destellos de cigarrillos; junto a los árboles, dos zapatillas blancas; en las ventanas, arriba, brazos en un alféizar.

4. En casa, un café, luz y muchos minutos que dedico a Erika Wubler y Elizabeth Blaukrämer, las protagonistas de Mujeres a la orilla del río, de Heinrich Böll. Lo dejo a una página exacta de la última. Luego, antes de encender el ordenador (en qué estaría pensando), busco el principio y leo las primeras líneas del poema de Goethe que abre la novela: Nadie se lamente/ de lo vil e infame;/ pues, por más que digan/ lo infame es poder. Betty Boop, pegada en el lomo del diccionario de la RAE, mira hacia el balcón con sus dieciocho pestañas.

Madrid, octubre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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