De momento · 24 de agosto de 2011

Lo cerraron hace años. Un kiosco de prensa de los viejos, cuadrado, todo metal y cristal. En su lado sur han abierto un agujero del que salen un hombre, dos hombres, tres hombres, contorsionándose un poco porque el agujero es pequeño para hombres adultos. Pernoctan allí. Siempre es mejor que la calle y, mientras que nadie se vaya de la lengua, tendrán techo para la lluvia, paredes para el viento y algo parecido a un hogar. A medida que van saliendo, se levantan, se atusan el pelo y se arreglan la ropa. Ya no tienen nombre. No son vagabundos. No son mendigos. Sólo son gente fuera del sistema. Que trabajen o no es lo de menos, porque esto es Madrid y sus sueldos no dan para una casa.

En una calle transversal, dos amigos se disponen a dar la noche por terminada. Uno de ellos, el más joven, ha conseguido un empleo en cierta cadena de hostelería. Le pagan una mierda, no hay otra forma de describirlo; pero de vez en cuando, si el encargado y el chivato de turno están de espaldas, puede invitar a un café. Eso es lo que hace, invitarlo a un café: pásate a verme, hombre, te queda cerca. Y en plan broma, el amigo pregunta si el café incluye pincho. «No, no podemos —dice— ni siquiera nos dejan comer a nosotros.» Ante el asombro del amigo, el nuevo camarero de multinacional le informa de que si los pillan comiendo un bocadillo, los despiden; si los pillan con una magdalena, los despiden; si los pillan con unas pastas, los despiden. No pueden comer nada del local. La comida que sobra, y sobra mucha, se tira. Las ratas se pueden dar un festín; los trabajadores, se joden.

A esa misma hora, de día normal y corriente, con hechos tan normales y corrientes como los anteriores, la prensa escupe noticias normales y corrientes del otro mundo, el de arriba. Hoy dice que el Gobierno va a decretar barra libre de contratos temporales y que el Gobierno y su reflejo van a pactar una reforma de la Constitución que condena a muerte la inversión pública. Bueno, así son las cosas. Ya no necesitan ni trabajadores con capacidad adquisitiva ni un Estado fuerte. Es la ley de la selva, se afirma, pero no es verdad; si realmente lo fuera, la desgracia no sería patrimonio exclusivo de los de abajo: también tocaría a algunos de arriba, a sus familias, a sus hijos. En el año 2011, la ética se ha reducido a coartada para que el débil caiga sin devolver el golpe. De momento, funciona.

Madrid, agosto.


— Jesús Gómez Gutiérrez


Si les gusta lo que leen


/