Portuario · 2 de septiembre de 2011

1. Junto al Hotel Reina Victoria, con un vaso de plástico blanco, una anciana pide. Tiene el pelo gris, recogido en un moño; tiene una blusa del color del vaso y una falda del color del pelo. A su alrededor, arriba y abajo, pasa mucha gente de aspecto saludable, bien vestidos, con joyas, relojes y moreno de playa, brillantes como toda la plaza de Santa Ana en la noche del viernes. En principio, no es mal lugar para pedir. Seguro que entre el rebaño de seguidores de Dios y de la Bolsa, mezclados con los progres de guita y con los turistas que están en su mundo, hay un malnacido menos malnacido que el de al lado, un miserable más proclive que el de al lado a llevarse la mano al bolsillo, sacar una moneda y dar. Pero si existe, lo disimula. He contado hasta veinte; ninguno ha echado nada.

2. Empezaron a las siete y media de la mañana. Son las nueve de la noche y vuelven a estar en Neptuno, protestando por la reforma de la Constitución. La policía, que corta la Carrera de San Jerónimo desde la esquina con Cedaceros y hasta la más estrecha de las calles que salen al Parlamento, los tiene rodeados en una acera. No son muchos; quizás un par de cientos entre los que acatan el cordón policial y los que entran, salen y forman corrillos que comparten las experiencias del día y hablan sobre otro rebaño, esta vez de políticos, cuya labor consiste en obligar a las ancianas a mendigar en la puerta de los hoteles. Pasadas las diez, vuelven a Sol y guardan un minuto de silencio por la Constitución que ha muerto y por la propia democracia. En mitad del minuto, dos damas con pinta de Ferraz miran con horror a los manifestantes y se santiguan a lo cultureta: «Ah, sí, Orilla de un lago con abedules», dice la una. «¿Cómo?», dice la otra. «Ay, tonta, lo de Klimt. El cuadro que han encontrado.»

3. En Valverde, a la altura de la Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, donde en 1893 se expuso el cadáver de don José Zorrilla al público, un descapotable pasa a toda velocidad y está a punto de llevarse por delante a un chaval que cruzaba a Puebla. El chaval se gira y le lanza el bote de cerveza que lleva en la mano. El bote no llega a la cabeza del conductor, pero llega al asiento trasero y el coche se detiene. De su interior sale un malnacido como los de Santa Ana, pulcro aunque de imitación bohemia, como corresponde a los pulcros de por aquí: da un paso, dispuesto a comerse el mundo; da otro paso, dispuesto a comerse la mitad del mundo; da dos pasos más, hacia atrás. El chaval ya no está solo. Es de Cádiz, como sabré después y, al igual que yo, lamenta amargamente el hundimiento del vaporcito. ¿Lo reflotarán? En el Madrid más portuario, un señorito huye en un descapotable.

Madrid, septiembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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