Pesadilla · 31 de diciembre de 2013

Betty Joan Perske, una chica alta, de voz rasgada. Según cuenta en sus memorias, se puso tan nerviosa cuando conoció a Bette Davis que no aceptó el ofrecimiento de una taza de té porque le temblaban las manos. Entonces era muy joven. Al salir del hotel donde la gran dama la había recibido, le escribió una carta de agradecimiento que redactó «veinte veces»; una semana después, le llegó un sobre azul con una respuesta elegante y amable que terminaba así: «Espero que nos volvamos a ver». Y se vieron, claro. Cómo no se iban a ver si Betty Joan Perske se convirtió en Lauren Bacall e hizo de Slim en Tener y no tener, de Irene en La senda tenebrosa, de Vivian en El sueño eterno y de Nora en Cayo Largo, para empezar.

Anoche, Bacall se salió de los escenarios e interpretó el papel protagonista en una de mis pesadillas, en calidad de fantasma: había muerto y, con ella, esto es lo más relevante, también se estaba muriendo el mundo. Todo se apagaba, se desteñía, se detenía. Me desperté una vez; cambié el sueño: volvió. Me desperté otra vez; cambié el sueño: volvió. A la tercera, me levanté a comprobar que Bacall y el mundo estaban vivos o, con más exactitud, que lo estábamos todos. Y lo estábamos, claro. Al cabo de un rato, sólo me quedaba el desconcierto por la elección de Betty Joan Perske como metáfora de la humanidad y por la intervención de Bette Davis con la frase del sobre azul. Una pesadilla es una pesadilla; no hay que darles muchas vueltas. Pero, por si acaso, yo también digo: «Espero que nos volvamos a ver». Mañana, por ejemplo. Año nuevo, mitos siempre.

Madrid, diciembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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