Cruzando · 25 de mayo de 2014
La calle está tranquila, de tarde de domingo. Hace unas horas, pasada la medianoche, era cantos nazis a la puerta de los bares y ventanillas por donde asomaban rojigualdas con toros negros o águilas de San Juan. Había ganado su club. Su país gana todos los días, pero no hacen fiesta. Cambié de rumbo y salvé la zahúrda por el exterior del parterre, que en mi barrio es trocha y ahora, ya en jornada de elecciones, me parece un trampolín: un bote, dos botes y chapuzón.He leído que una nicaragüense estuvo varias horas en un hospital de Toledo, esperando que la atendieran. Se llamaba Jeaneth Beltrán. Mientras cruzo la calle, me viene la secuencia de su abandono terminado en muerte: médicos que no quieren saber nada, enfermeras que no quieren saber nada, administrativos que no quieren saber nada. La mezquindad no necesita de un Adolf Hitler para vestir el mal con la banalidad de Arendt; se basta con un toque burgués. Y quien dice una joven de 30 años dice docenas, cientos, todas esperando hasta morir mientras docenas y cientos asumen el oficio del verdugo y jurarían sobre su coche y sus vacaciones en la costa que no son Schutzstaffel. Me saco el pensamiento de la cabeza. Vuelve. Intento pensar en las urnas y no las veo precisamente llenas de papel.
Llego al otro lado. Puedo tomar el camino del colegio electoral o el camino de la plaza. En una farola, una pegatina amarilla habla de dos chicos que siguen en prisión. La última vez que nos manifestamos en solidaridad no llegábamos a mil. Tampoco fue una sorpresa. El discurso de la participación, inflado en campaña, no alcanza el resto del año ni para cuidar de los nuestros y demostrarles que no están solos. Aquí fallan muchas cosas. ¿Será que Jeaneth es paisaje? Todas las Jeaneth. Y los presos, ¿también lo son? Éste es mi voto:
Madrid, mayo.
— Jesús Gómez Gutiérrez