Electra exiliada · 12 de septiembre de 2014

No maté a Clitemnestra. Me vine a esta ciudad. Estoy mejor que en mi patria, aunque aquí sobrevivo de la limosna que me dan en una calle como un desfiladero, cerca de una placita llena de árboles. Cada semana, pasa un hombre alto y delgado que se inclina sobre mi vaso de plástico y deja caer unas monedas. En eso no es distinto a los demás. Pero se interesa; eso es más raro. Y más insólito aún: me mira y habla como si yo no estuviera sentada en un umbral, con un pañuelo negro sobre el pelo, quemada la cara de vivir a la intemperie y vestida de vivir a la intemperie. He estado ausente dos meses; he vuelto esta mañana y él ha pasado. En mi júbilo, le he dado dos besos, uno en la mejilla izquierda, otro en la derecha. Me ha sonreído y, mientras echaba sus monedas en el vaso, ha preguntado por mi viaje y mis razones, que yo le he contado un poco por encima, haciéndome la noble interesante. No estoy tan loca como para creer que le gusto. Sin embargo, me alegra cuatro días de cada mes. Y ahora me voy, que tengo que pedir.


Madrid, septiembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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