Son las seis · 1 de mayo de 2010
El trío que se forma en la tarde de una tienda, a las seis menos cuarto, no es mal resumen para este 1º de Mayo en Madrid: dos trabajadores y una desempleada. De la desempleada no se puede decir mucho, salvo que su situación es especialmente problemática porque no tiene familia que la apoye ni más posibles que su juventud, si es que la juventud es un posible en términos económicos. De los trabajadores se puede decir, para empezar, que están trabajando en día de fiesta y que no les queda otra, porque hace tiempo que el 1 de Mayo es un eco de un eco de un eco, algo de un mundo antiguo que no quiere o no sabe saber nada de ellos.El mayor de los trabajadores, hombre, cuarenta y cinco, autónomo, profesional altamente cualificado de un sector que ocupa el cuarto puesto del mundo y supone el 1,3% del PIB de España, casi el 44% de toda aportación de la industria más boyante del país, la cultural, tendrá que echar cuentas para cenar esa noche porque su sueldo y sus derechos son, en coherencia perfecta con su trabajo, de papel. Pero está de buen humor; antes de salir a la calle ha leído la definición de la economía española que la vicepresidenta del Gobierno hizo esta semana en Manhattan: «moderna, dinámica, vanguardista, innovadora y competitiva». Lo mejor de la política de España es el circo. Ladrones y sacerdotes a un lado, siempre a punto de amenazar con el 36, y finísimos aristócratas al otro, siempre molestos con los maximalistas que piden barbaridades como un sueldo digno, tal vez una casa y menos insultos a la inteligencia.
El humor, sin embargo, se va a desvanecer un minuto y pocos segundos más tarde de que llegue a la caja registradora. La desempleada se ha acercado al segundo trabajador, que es trabajadora, inmigrante, veintipocos, de un país oriental, delgada como un palillo, ojerosa, con una sonrisa perpetua que exuda tristeza y desesperación. Al parecer, son amigas; o conocidas que, por acumulación de encuentros, han entablado una relación más profunda que buenos días, buenas tardes, cuánto te debo. Mientras el hombre paga dos cebolletas, un pepino, dos tomates y una lechuga, la desempleada pregunta: «¿Cuándo libras?» La oriental se mantiene en silencio, alcanza una bolsa de plástico y suelta una risita nerviosa; el hombre se quita las gafas de sol. Atrapada entre dos fuegos, la oriental responde «a veces libro los domingos por la mañana» y mete el proyecto de ensalada en la bolsa.
Es una tarde rabiosamente bella, con el mejor cielo azul de los cielos azules de Madrid y una brisa que mece los árboles y arrastra lo que parece, si no se mira bien, flores blancas. Alguien ha organizado un acto en la plaza, a treinta o cuarenta metros de allí. Uno de los organizadores pide ayuda por megafonía para encontrar a dos niños que se han perdido. Hay turistas en las terrazas, perros encantados de ser perros y vecinos que van y vienen. La desempleada y el autónomo salen de la tienda y se miran a los ojos un momento. Son las seis.
Madrid, mayo.
— Jesús Gómez Gutiérrez
Defensa del boicot / La voluntad de aprender