Hechos · 23 de abril de 2010

Son ciento seis millones de euros, procedentes de los bolsillos de miles de españoles que, a pesar del desempleo, de la pobreza y de la sensación bastante fundada de que las cosas van a peor, se han volcado con Haití; ciento seis millones que han servido para afrontar las necesidades iniciales y encarar con alguna esperanza los programas de asistencia y reconstrucción, como nos recordaba hace unos días la Coordinadora de ONG de Desarrollo. Pero el ejercicio de la solidaridad es un camino de ida y vuelta.

En España nos hemos acostumbrado a dar por bueno un conjunto de limitaciones que no dependen tanto de la sociología del país como del interés de su marco político, incomparablemente más conservador; si alguien lo duda, sólo tiene que echar un vistazo a los cataclismos que se prometieron antes de todas las leyes reformistas y al apoyo generalizado que obtuvieron después, desde el aborto hasta el divorcio, pasando por la legalización del matrimonio homosexual. El desfase entre lo que somos y lo que dicen que somos es tan grande que algunos nos quieren católicos y somos esencialmente laicos; o insolidarios, por ejemplo, cuando los hechos indican una realidad tan distinta que esos ciento seis millones de euros convierten a España en algo que no nos corresponde por demografía ni riqueza, sino porque alguien está trabajando bien y porque muchos están dispuestos a actuar: el tercer donante del mundo y el primero de Europa.

Decía Cicerón que «el pueblo no es cualquier conjunto de personas, reunidas de cualquier manera, sino la unión de muchos asociados por un acuerdo en el Derecho y un interés común». Pues bien, cuando los españoles reaccionan ante la catástrofe de un país casi más lejano en la cultura que en el mapa, vuelven a demostrar hasta qué punto saben ser pueblo en un interés común. Lo que falla en España es la primera de las condiciones, el Derecho; falla por las estructuras heredadas del franquismo y por un error nuestro, de la izquierda, que se puede negar tanto como se quiera, pero que está en la base de todo: al prohibirse la República a sí mismas, las organizaciones progresistas aceptaron una democracia de segundo nivel.

Más que de la falta de expectativas, la resignación de un sector creciente de la izquierda sociológica española es hija de la comprensión de ese problema. Se empieza a entender lo que no se había entendido antes. Ahora sólo falta que también se entiendan las palabras de un tal Manuel Azaña, pronunciadas en febrero de 1930: «La política consiste en realizar. La política se parece al arte en ser creación (...) No hay política de hombres desengañados, de hombres tristes». Entre tanto, cada vez que alguien apele a las complicaciones y los desequilibrios de España para que nos creamos menos de lo que somos, también podríamos recordar la frase que reiteraba este jueves, en las páginas de un periódico de Madrid, la haitiana Marie Andrée Saint Aubin: «gracias de corazón». Por ciento seis millones que hacen, en esta orilla del Atlántico, pueblo.

Madrid, abril.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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