Madrid, 13 de junio · 13 de junio de 2011

Quiero saber cuándo, en esta historia larga de país viejo, que ha muerto muchas veces
            y se ha reinventado alguna más,
    se vio lo que se ve estos días.
Al menos cuando se tienen ojos y un poco de corazón. Porque algunos no tenéis ni ojos ni corazón. O tenéis ojos pero no corazón, que es lo mismo: Y de qué coño os sirve. Para opinar
en las mesas de los restaurantes. Para ser listos entre listos. Para escribir otro artículo que os publicarán, seguro, porque habéis aprendido a no morder la mano que da de comer.

«No es así, no es así —decís mientras os palpáis la cartera o el miedo, que llamáis escepticismo para que tenga legitimidad intelectual—. No es así, no es así, éste no es el camino.»

Y cuál es el camino.
El vuestro: no hay, no hubo, no habrá. Es la espera.
Y quién puede esperar: quien tiene.

En la madrugada de un lunes, miles de personas marchan por la Gran Vía, marchan por Alcalá, descansan en Cibeles y continúan por el Paseo del Prado entre gritos de «culpables, culpables» hasta llegar a Neptuno, donde la policía les cierra el paso.
Estúpidos. Perdidos.
Manipulados sin duda, porque no puede ser que ese montón de niños y viejos sean más inteligentes y tengan más sangre en las venas que vosotros.
No es posible. Si sois el progreso. Hasta la revolución incluso, cuando se os sirve la nostalgia suficiente.
Pero no estáis allí. No lo habéis estado. ¿Lo vais a estar? Sólo si triunfan. Y si pierden, diréis: «ya lo dijimos».

Yo estoy entre los estúpidos y los perdidos, como todos los que merecen mi respeto.
No puedo esperar: no tengo. Y si tuviera, no querría: otros no tienen.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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