Cien manos · 20 de julio de 2011

Cuarenta antidisturbios y un secretario judicial se presentan en el domicilio de una madre desempleada con dos hijos a su cargo y los echan de su casa. Para que cuarenta antidisturbios y un secretario judicial puedan hacer eso, se necesita algo más que el capricho de una jueza, que en esta ocasión se llama María Trinidad Cepa Palanca; se necesita una legislación que lo ampare, mayorías políticas que lo amparen, instituciones que lo amparen y un Gobierno que lo ampare. Se necesitan muchos verdugos, muchos cómplices y mucha gente cruzada de brazos.

Nadie va a pedir la dimisión del presidente del Gobierno por un hecho tan irrelevante; sólo afecta a tres personas y, además, la orden de desahucio no procede del Ejecutivo, aunque los cuarenta antidisturbios dependan del Estado. Pero se debería pedir. Por los tres ciudadanos que han terminado en la calle y por los miles que han corrido su suerte antes que ellos. Y no una dimisión por todos, sino una dimisión por cada uno, sea cual fuera el presidente que sustituyera al dimitido que sustituyera al dimitido que sustituyera al dimitido en la hipótesis hoy disparatada de que los presidentes dimitieran por destrozar la vida de una sola persona con su acción o su inacción.

Si no se entiende que, en democracia, la defensa de la vida, la libertad y el bienestar de uno solo es la defensa del conjunto, no se entiende la democracia. Grandes palabras, se dirá. No, son más bien pequeñas. En concreto, la letra pequeña que estaba y está en el origen de las grandes palabras sobre las que se asienta cualquier régimen democrático: que el Estado hará uso de los instrumentos a su disposición para evitar ese tipo de situaciones; si no por sentido de la justicia, al menos por impedir que se produzcan conflictos de máximos en cuestión de principios y que la ciudadanía se harte hasta el extremo de recordar que las personas no están hechas para las leyes, sino las leyes para las personas.

Tenemos una política vieja, de hombres y mujeres viejos que se dedican a sacrificar sectores enteros de la población en una guerra económica. Es lo de siempre, no se puede cambiar de la noche a la mañana; pero el contrato social se rompió y la gente dejó de estar obligada por él cuando el frente de la guerra retrocedió hasta el territorio de los derechos fundamentales, incluido el derecho a una vivienda digna. Este miércoles, en el barrio madrileño de Pueblo Nuevo, los cincuenta ciudadanos que intentaron detener el desahucio eran todo lo que queda de la democracia y todo el futuro que pueda tener nuestro país. Cien manos. Cien más de las que ha puesto el Gobierno y su partido, el socialista.

Madrid, julio.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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