El grito · 9 de agosto de 2011

Hay pocas cosas más cínicas que el discurso del pacifismo y del diálogo que emana del poder. No sólo porque el poder aplica una violencia diaria y sistemática sobre los sectores más desfavorecidos, sino también porque, lejos de rechazar la violencia cuando procede de estos, la desea: es la forma perfecta de criminalizar un movimiento, acallar sus pretensiones y romper su base social. Para el poder, la única diferencia entre una protesta violenta y una protesta pacífica es que la segunda aumenta considerablemente el gasto en medios de comunicación, porque los periodistas son a la resistencia pacífica lo que la policía o el Ejército a los disturbios.

Desde el primer día, los medios y los partidos del sistema han hecho lo posible por asociar el 15M a la violencia. Han inventado agresiones inexistentes, han exagerado cualquier problema menor y, por supuesto, han acallado los cientos de detenciones realizadas por policías sin identificar. Pero nada supera lo sucedido con el estado de excepción decretado en el centro de Madrid: lejos de criticar la decisión ilegal de las autoridades, los medios, los partidos y hasta los sindicatos del sistema se mantuvieron en silencio o acusaron al 15M de secuestrar el espacio público. Ni las juventudes de Batasuna, en sus tiempos de guerrilla urbana, habrían recibido un tratamiento peor.

Gran Bretaña no es España. Los británicos y los españoles nos parecemos más de lo que se cree; nuestras sociedades son hermanas en aspectos tan básicos como el sentido del humor, la irreverencia y la pasión por vivir. Pero Gran Bretaña no es España. Organizar un 15M en Londres, Manchester, Birmingham y Liverpool es notoriamente más difícil que organizarlo en Madrid, Bilbao, Valencia y Barcelona; en primer lugar, porque el segmento británico de los satisfechos es muy superior al español; en segundo, porque el sistema político británico es aún más perverso que el español; en tercero, porque las divisiones étnicas de Gran Bretaña complican el esfuerzo crítico colectivo y, en cuarto y más importante, porque el clasismo de la sociedad británica reduce el español a la categoría de anécdota.

Cuando hablamos de países ricos y pobres, apelamos al coeficiente Gini, a la inversión pública, al PIB, a la capacidad adquisitiva de los salarios, etc. Sin embargo, hay otros factores. Factores que explican, por ejemplo, que Gran Bretaña sea más rica que España y, no obstante, sufra situaciones de pobreza y de exclusión social que no se dan en nuestro país. Cualquier estudiante de sociología conoce el motivo. Históricamente, la pobreza en España se mantenía dentro de límites presentables para el sistema no por la acción del Estado, que brillaba y brilla por su ausencia, sino por la acción de la familia, por el colectivismo de facto que impregnaba la sociedad española y moderaba, hasta cierto punto, las expresiones más duras de la desigualdad.

Mientras los disturbios se extienden por las ciudades inglesas, hay quien siente la tentación de establecer comparaciones con el M15M. Cuidado. La elección de la desobediencia civil pacífica es, para nosotros, una cuestión de principios: no depende de lo que hagan el Estado ni sus medios de comunicación. Pero también es una consecuencia cultural: podemos convertir la no violencia en bandera porque se dan las bases para un movimiento de esas características. La sociedad británica no tiene tanta suerte. El tiempo pasa, los gobiernos pasan y el cuarto mundo pasa a quinto ante la pasividad de la mayoría. Lo que vemos hoy en Inglaterra es un grito de desesperación. El mismo que daríamos nosotros en sus circunstancias. El mismo que daremos si fracasamos.

Madrid, agosto.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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