El desafío · 20 de marzo de 2012

Al alzar la vista, se entiende que tantos lo den todo por perdido: un helicóptero roza los tejados del centro, a veinte metros escasos de Tirso de Molina, de madrugada y con un foco que persigue a los viandantes. ¿Qué ha pasado? La normalidad. Hoy, una macroredada de inmigrantes en Lavapiés. Lo sabremos horas más tarde y no por la prensa y la televisión, sino por las redes de los que no existen en la prensa y la televisión.

Pero las redes se crean tan despacio y a veces en direcciones tan poco relevantes que, más que animar, desaniman. Es el gran peligro de las expectativas que se incumplen. Cuando surgió el 15M, teníamos tres o cuatro puntos mínimos que cualquier democracia mínima habría aceptado. La nuestra los rechazó. Dijo que ni siquiera estaba dispuesta a darnos eso. En la práctica, nos desafió a elegir entre ser esclavos y olvidar el asunto o romper con sus leyes, su Constitución y su rey. Fue muy clara. Lo fue porque se cree eterna, inmutable, el fin de la historia.

Diez meses después, las miniaturas que apenas se distinguían en el cielo se han convertido en moles que deslumbran a bocajarro. Descendían un poco cada vez que convocábamos una manifestación y una asamblea sin responder al desafío. «Esclavos, esclavos», se burlan sus aspas. Cómo no se van a burlar. Debíamos elegir entre esto y la revolución y todavía estamos en el mismo sitio, con la misma cara de asombro, mientras la esperanza se rompe.

Madrid, 16-17 de marzo.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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