Honor · 15 de junio de 2012

María Martín y Manuel Perona nos han recordado que, en el antiguo debate sobre el carácter del honor, las dos partes estaban en lo cierto: su honor es intrínseco e inalienable, no viene dado por otros; pero a la vez es extrínseco, por el que los demás les concedemos al reconocer su altura moral. Y a muchos kilómetros de distancia, en el norte, los mineros de Asturias y de León repiten la historia con una narración distinta. Saben que, si se rinden, no tendrán nada; ni siquiera la memoria, que a fin de cuentas es una forma de supervivencia. Tres de ellos se encerraron en el pozo de Santiago de Aller el día 28 de mayo y aún siguen allí. Marchan, levantan barricadas, cortan carreteras, llegan al Parlamento y los expulsan. Hacen lo que deben y hasta tienen tiempo de ser el honor que avisa: «si nuestros hijos pasan hambre, los vuestros verterán sangre», se advierte en sus pancartas.
Obviamente, los jueces del Tribunal Supremo también son ejemplos de honor intrínseco y extrínseco, aunque en sentido negativo; ni lo tienen ni les viene dado por otros. En su ejercicio de representación, han perdido hasta la legitimidad derivada del reconocimiento. Quizás deberían renunciar a sus salarios y aprender la lección del Teatro Nacional del Norte de Grecia (Tesalónica), cuyos integrantes decidieron cobrar las entradas no con dinero, sino con comida que después distribuyen en centros de acogida y comedores sociales. Pero qué pueden ofrecer nuestros jueces; nada salvo «la violencia de los profesionales que sólo piensan en su beneficio», como afirma Sotiris Hatzakis. En su bajeza, se han quedado a solas con la ley; una farsa por la que nadie daría ni un kilo de arroz.
Madrid, junio.
— Jesús Gómez Gutiérrez
Y al final, el esperpento / Tú mismo