La condición más obvia · 16 de octubre de 2012

La gente se mira y se encoge de hombros. ¿Por qué no nos oyen? Si hemos hablado, si hemos gritado y mostrado una y otra vez que no estamos de acuerdo. Pero insiste. Repite lo dicho, cambia algunas fórmulas, añade frases nuevas y, por el camino, va entendiendo que su voz carece de la fuerza necesaria. Tampoco es un secreto; hasta un ministro alemán de finanzas lo reconocía de forma implícita al decir que si los suyos se preocuparan por las protestas, no podrían hacer lo que hacen. Frente a una voz comedida, se pueden despreocupar.

Un poeta de la España en el exilio, la última digna de ser, formulaba y contestaba una pregunta relevante: «¿Por qué habla tan alto el español?» La obra de León Felipe se ha leído poco y mal; como a Machado, le quitan la sangre para que quede una poética sin política, que en el caso del zamorano sería una oratoria vieja y de viejo loco. Con España pasó lo mismo; como hablaba «desde el nivel exacto», le ahogaron la voz hasta el punto de que la pregunta se ha vuelto ésta: ¿Por qué habla tan bajo el español? Los pedantes y los «rabadanes del mundo» están contentos; ahora habla «desde el fondo de un pozo».

Así no hay voz que sirva. Por muchas gargantas que se congreguen, la soga se irá cerrando sobre ellas y se romperán una a una, poco a poco, según el plan. Es la urbanidad de la muerte por goteo, la consecuencia inevitable de aceptar el tono, la canción y la rítmica del verdugo. Ni una palabra que asuste. Ni una que subvierta. Ni una que cumpla la condición más obvia: que reviente los oídos de los grandes.


Madrid, octubre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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