Cerrar los ojos · 2 de febrero de 2008

La Oroya, localidad peruana de 33.000 habitantes, es famosa por ser uno de los diez lugares más contaminados del mundo. La buena noticia es que el año pasado bajó del segundo al quinto puesto; la mala, que los distintos gobiernos se han cruzado tranquilamente de brazos a pesar de las denuncias de organismos nacionales e internacionales y de la contundencia de los hechos: fuerte aumento del cáncer, daños en el sistema reproductivo, más del 90% de los niños intoxicados por plomo.

Lo más excepcional del caso no son los porcentajes ni la desidia estatal, sino el simple y puro hecho de que al menos hay estadísticas fiables. Para solucionar un problema, antes hay que mirarlo, medirlo, exponerlo; pero lo primero que se hace en América es lo que se haría en cualquier otra parte, ocultar el polvo bajo la alfombra. La diferencia es que aquí hablamos de Estados casi inexistentes, con lo que prácticamente no hay nada, por grave que sea, que no se oculte.

Según datos del año 2004, sólo el 14% de las aguas residuales de América Latina reciben algún tipo de tratamiento. Algo insignificante cuando 77 millones de personas carecen de agua potable. Y más o menos se podría decir lo mismo con los tóxicos de la agricultura, de la minería y hasta del tráfico en un continente donde el transporte público brilla por su ausencia. Si no se conocen más sitios como La Oroya es simplemente porque nadie mira.



Publicado originalmente en el diario Público, de España.
Madrid, 2 de febrero del 2007.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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