Incomprensible · 15 de septiembre de 2014

Su hija se pone enferma, así que la lleva a urgencias; y, cuando ya están en urgencias, aparece la policía, lo esposa y se lo lleva «delante de todo el mundo, como si fuera un delincuente». Las palabras son de la hija, que se llama María y tiene 14 años; la privación de libertad es para el padre, que se llama Jorge y ha terminado en un Centro de Internamiento; el delito, ser inmigrante con una tarjeta de residencia en proceso de renovación.

Sucedió la semana pasada, pero sobra decir que no es un caso excepcional. Durante años, el Estado se ha dedicado a detener e internar a miles y miles de inmigrantes que, según la legislación, no podían ser ni detenidos ni internados ni mucho menos expulsados, como ocurre a menudo: enfermos, embarazadas, solicitantes de asilo, etc. Imagínese entonces lo que se hace y en qué medida se hace con las personas a las que, legalmente, se puede detener, recluir y deportar después. Imagínese qué es legalmente. Está la caza mayor de Ceuta y Melilla y está la caza menor del resto del país, en cuyo coto cabe un aeropuerto, un andén del Metro, una calle de Tetuán o Latina, un rastrillo, un club nocturno y, desde luego, una sala de urgencias.

El español medio no tiene una cultura especialmente xenófoba. Las aberraciones intelectuales a cuenta de las diferencias étnicas no son precisamente hijas del mundo mediterráneo. Pero tiene un vacío que facilita cualquier involución, sobre todo la cacería de los eslabones más débiles: le enseñaron a no mirar y no organizarse; a hablar mucho, protestar poco y hacer menos. Para él (para ella), Jorge y María son un hecho incomprensible. Se encoge de hombros, olvida el asunto y luego se pregunta por qué vive en un país con seis millones de parados, por qué tiene el sueldo de un siervo, de dónde viene la monarquía, qué ha hecho para merecer un Estado que le odia.

Madrid, septiembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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