El pragmatismo · 24 de marzo de 2022

No es verdad que todas las canalladas políticas se escuden en el pragmatismo, cuyo significado ordinario es el que comentaba hace unos días: «millones para unos cuantos e hipotecas para los demás». Si se fijan, verán que los gobernantes sólo apelan a él en situaciones comprometidas. El resto del tiempo vale cualquier eslogan: la modernidad, el desarrollo, el emprendimiento, la economía verde, lo que esté de moda entre los asesores que escriben los programas y discursos de todos los actores del Capital, presidentes y ministros incluídos. Pero, cuando pintan bastos, hay que subir el tono. Y, si se fijan bien, verán que la inmensa mayoría de los atentados de largo alcance contra el bien común llevan su marca o su sinónimo de facto, la realpolitik, como si fuera el «Todo por la patria» que decora las fachadas de los cuarteles desde que los reinventores del Reino de España publicaron la orden en el BOE (14 de enero de 1937).

Quédense un momento con ese lema. Es obvio que la patria no tiene mucho que ver con la utilización capciosa del lenguaje, aunque éste se retuerza sistemáticamente en su nombre. Además, ya no estamos en los tiempos de los pequeños y venenosos nacionalismos, sino en la era del enorme y liberador imperialismo que iguala el pensamiento, la música, la ropa, la literatura, la comida y hasta los uniformes de los ejércitos en virtud de lo que dicte el eje anglosajón, súmmum de lo pragmático. Hoy, decir «por España» está tan fuera de lugar como decirlo por Francia, Euskadi o Córcega y, como lo está, como lo hemos superado, no hay gobernante europeo que no apele al interés de la patria cuando apelar a la UE o al sueño de morir apuñalado en Nueva York (Felipe González) se queda corto. Piensen en Sánchez, por ejemplo, empeñado en salvarnos de un mundo multipolar. Rompe con los saharauis por pragmatismo; limita nuestras amistades a socios verdaderamente fiables (EEUU, la dinastía alauí) por pragmatismo y nos enemista con Rusia por pragmatismo. ¿Por qué si no? No iba a decir «son órdenes de arriba». No es tan leve como Zapatero, el hombre que salió este miércoles a defender sus tesis promarroquíes con la realpolitik por delante, claro. Quizá se acuerden de él. Fue el presidente que se negó a pronunciarse sobre el ataque al campamento saharaui de Agdaym Izik, cambió la Constitución por orden de los mercados y aceptó secretamente el escudo antimisiles de EEUU para defendernos de Corea del Norte e Irán mientras gritaba por ahí que la especulación inmobiliaria es crecimiento y que íbamos a superar a Alemania e Italia en renta per cápita. Pero no resumo su historial por hacer el chiste de que el pragmatismo no está reñido con la estulticia, sino por otra característica del abuso político del término: que, cada vez que se utiliza, se lava la cara de todos los que hicieron lo mismo a favor de lo mismo. Dijo bien Mark Twain cuando afirmó que «los políticos y los pañales se tienen que cambiar a menudo, y por la misma razón». Lástima que el sistema esté lleno de puertas traseras. Se van por el vestíbulo y vuelven por el retrete.

Soy de la opinión de que los actores que dirigen nuestros países tendrían más cuidado con ese tipo de palabrería si el irrealismo no hubiera sustituido al materialismo en la izquierda. Hablar de realpolitik contra alguien que actúa desde la moral y el deber ser, sin conocer frecuentemente las cosas, sin sopesar el precio de las cosas ni sacar por tanto las conclusiones necesarias, es bastante fácil; y, si no se quiere romper la baraja ni se trabaja por un sistema distinto -y esta izquierda no está en ello-, no hay ninguna posibilidad de que el margen de lo posible sea algo más que el margen del poder. Por desgracia, nos han tocado estos días; estamos entre los de siempre y un unicornio pequeño-burgués que pide paciencia y sumisión en espera de que el capitalismo se vuelva bondadoso y poco o nada depredador. Pero, reflexiones aparte, háganme caso: cuando escuchen la palabra pragmatismo, huyan.


Madrid, marzo.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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