La deuda · 14 de noviembre de 2013

No me hago ilusiones al respecto y hoy, menos que nunca. Pero el motivo de mi desconfianza de jueves, personal por la lasitud y la falta de expectativas, también es la desconfianza de alguien que se iría de este país si fuera capaz de traicionar sus querencias, que son de un puñado de vivos, ciudades, montañas y muertos, muchos muertos, porque no salimos de un simple presente histórico ni solamente de una familia. Y a eso voy, por lo que valga.

Vuelve Juan Negrín, con sus cartas, sus documentos y la gran bofetada que espera a esta España de clanes y comités a medida que la voz se extienda y ya no seamos cuatro gatos los que intentamos retomar el hilo. Se anunció hace tres años, y recuerdo que entonces lo ligué a una celebración, el aniversario del final de la II Guerra Mundial, a través de una fotografía de Alfred Eisenstadt. Eso era pasado; una forma de explicar por qué no tuvo España esa imagen. Esto, en cambio, es futuro; cuando los archivos del doctor Negrín lleguen a Las Palmas de Gran Canaria el próximo 22 de noviembre, llegará bastante más que la verdad sobre un tiempo desaparecido: también llegará un instrumento que arrojará luz sobre las mezquindades y la ignorancia de nuestros días, deudoras de las mezquindades y la ignorancia que silenciaron al último presidente de Gobierno de la II República.

He dicho que no me hago ilusiones y he dicho bien. Para aprovechar un instrumento, primero hay que saber que existe y después hay que saber usarlo. Pero si esta España cree que Machado era un vate de arbolitos; Valle-Inclán, un bromista; León Felipe, un loco y Max Aub quién es ése, ¿de qué sirve un Juan Negrín? De nada, naturalmente. Ahora y con estos mimbres, de nada; mañana, quizá. Y creo yo, hasta en mi día más escéptico, que quizá es un premio sobrante; como no salimos de un simple presente histórico ni solamente de una familia, también se debe luchar desde la deuda común.

Madrid, noviembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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