27 de septiembre · 22 de septiembre de 2015

En las elecciones del domingo se dirime la relación de Cataluña con España. No hay duda al respecto. Y, como no hay duda, todos enseñan su bandera: el bloque independentista, la bandera catalana; el bloque monárquico, la bandera monárquica. Y ya está. No se ve otra. No en los estrados donde se sueltan los discursos y se plantean las distintas alternativas institucionales. Obviamente, alguien tendría que haber defendido la bandera de la República española; pero la cobardía y la ignorancia se lo impiden, así que enarbola palabritas sobre un país federal que, también obviamente, por esa misma ausencia de República, los condena al papel de tonto útil de los borbones o de tonto a palo seco, porque hay que ser tonto para plantarse en un juego de banderas nacionales sin bandera nacional. Salvo que sean anarquistas, por supuesto. Y me temo que no lo son.

El Reino de España es una farsa que empieza y termina en farsa, cuando no en tragedia. No sé qué será esta vez; sólo sé que los únicos que cuentan con mi respeto en el proceso catalán son los independentistas de la CUP. Saben lo que quieren. Dicen lo que quieren. Luchan por lo que quieren. Y, paradójicamente ―o no tanto, al menos para los que conocemos un poco los procesos de las independencias americanas―, son también lo que más nos acerca a la única España donde, quizá, si no es demasiado tarde, cabrían todos: la España de la III República. Sin embargo, nada nos puede acercar a ningún sitio bueno si la actitud general es la de esos meapilas que esconden la tricolor en Cataluña como la esconden en Madrid. Se pongan como se pongan, están gritando al mundo que este país no merece la pena y, que si alguna vez despierta, será porque las circunstancias le han partido la cara.


Madrid, septiembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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