Caballo de Troya · 23 de junio de 2009

Que el burka y el nikab son un «calabozo ambulante» y que someten a las mujeres musulmanas a una «situación de reclusión, de exclusión y de humillación intolerables», como se afirma en la propuesta que busca prohibirlos en Francia, es un hecho. No sólo es símbolo e instrumento de la explotación de la mujer en el mundo islámico, sino también recordatorio de que la democracia y el islam (con minúsculas), los derechos civiles y el islam (con minúsculas), son y serán incompatibles hasta que el segundo regrese al pozo de las religiones y sea expulsado de la política.

Ésa no es la cuestión, mal que pese a los que quieren convencermos de que el fascismo en Europa es fascismo, pero fuera es amor. La cuestión es ésta: ¿prohibir el burka y el nikab es la forma más adecuada de poner las cosas en su sitio? Los demagogos tienden a exagerar los problemas derivados de la inmigración. En circunstancias normales, basta un apoyo decidido a la integración y un poco de normalidad democrática para que en la segunda o tercera generación ya no estén presentes los obstáculos culturales de la primera. Sin embargo, el multiculturalismo (Gran Bretaña) y la falta de voluntad integradora o de fondos que materialicen esa voluntad (Gran Bretaña y el resto), han anulado parcialmente las circunstancias normales de antaño. Si queremos que Europa occidental siga siendo razonablemente laica, debemos trazar una línea y mostrarnos inflexibles.

Cuando subestimamos el problema por considerarlo marginal o poco relevante a efectos colectivos, cometemos un error de fondo que a largo plazo puede ser un error suicida. En primer lugar, porque el Estado tiene la obligación de defender los derechos de sus ciudadanos, incluidas las mujeres musulmanas; en segundo, porque toda renuncia que se haga en virtud de la marginalidad del proceso, es también una rendición a los objetivos de otras religiones, que no necesitan muchas excusas para intentar devolvernos al pasado; y en tercero, porque la experiencia y el sueño de Europa, unida o desnunida, más o menos coherente o incoherente, son la guía para salir de la supestición: traicionar a esas mujeres aquí es traicionarlas también en Pakistán, en Afganistán, en Irán. Si Europa no sabe ser firme y ofrecer una esperanza, quién sabrá. Nadie.

Sólo son piezas de tela, dirán algunos, y es verdad. Ese instrumento de explotación del que hablaba antes no lo sería si el símbolo se hubiera estrellado contra la normalidad y fuera tan común en las pasarelas de moda, las películas pornográficas y las reuniones de ateos y otros enemigos de dios como las botas militares o el corset más férreo y apetecible. El problema del burka y el nikab es, precisamente, que sus creadores ideológicos lo quieren con mensaje, sin disolverse en la estética de la corrupción occidental; cualquiera que intentara otra cosa con ellos, recibiría el mismo trato que los infieles que se atreven a hacer caricaturas de Mahoma o a burlarse de los preceptos de su librito, el Corán, no menos ridículo que la Biblia. ¿Tenemos algo contra los caballos? No, sólo contra los de Troya.

Madrid, 22 de junio.


(*) Imagen: Batalla del puente Milvio.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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