Pacto de silencio · 11 de mayo de 2011

Vivimos en un país con zonas de actividad sísmica alta. De vez en cuando, las tragedias propias o ajenas provocan reflexiones con fechas como la del 1 de noviembre de 1775: A las nueve y veinte de la mañana, un seísmo de magnitud 9, con epicentro a doscientos kilómetros al SO. del Cabo de San Vicente, provocó un maremoto que destruyó Lisboa y arrasó las provincias y ciudades de Huelva y Cádiz. En la capital portuguesa murieron entre 50.000 y 90.000 habitantes del cuarto de millón que tenía; en España, alrededor de mil trescientos.

Pero son reflexiones pasajeras. Por una parte, unos cuantos muertos no son nada; por otra, la mayoría de los dos mil quinientos terremotos que se producen cada año en nuestro país son leves. Nadie quiere saber que desde Orihuela (1048) hay constancia de veintiséis terremotos de entre 6,5 y nueve grados en la escala de Richter. Olot, Queralbs, Alhaurín el Grande, Estubeny, Dalias, Torrevieja y Arenas del Rey, entre otras localidades, sufrieron una devastación completa en algún momento de su historia. No son hechos excepcionales; es una amenaza tan real que la normativa antisísmica en materia de construcción se ha endurecido dos veces desde la ley de 1974. La normativa.

El País, noticia de enero de 1990: «Expertos españoles denuncian el incumplimiento de las normas de seguridad sísmica en edificios». El boom inmobiliario acababa de empezar. La costa mediterránea y la atlántica andaluza no se habían convertido en lo que son hoy, un muro de ladrillo. Imaginen en qué punto estamos en el año 2011, después de la barra libre, si hace veintiún años se afirmaba esto: « No se puede decir que todos los constructores incumplan las normas de seguridad, pero sí casi todos.» «Si se produjera un seísmo de intensidad fuerte, muchos hoteles de las zonas costeras caerían como naipes.» «Me temo que no se cumplen casi nunca las normas de seguridad de los edificios frente a los seísmos. Se ha optado por tomar la actitud del avestruz.» En todos los casos, eran opiniones de sismólogos y geofísicos de instituciones públicas.

Según el diario La Verdad, de Murcia, uno de los dos edificios que se derrumbaron ayer en Lorca era nuevo. Si nuestras autoridades tuvieran algún sentido de la responsabilidad, lo investigarían. Y ya puestos, investigarían los motivos que el 26 de marzo del año 2009 llevaron al Parlamento Europeo a condenar a todas nuestras administraciones por organizar «un modelo [inmobiliario] de desarrollo insostenible» donde el abuso, el fraude, la corrupción y la destrucción de bienes culturales y biológicos son la norma. Sólo ha causado cientos de accidentes laborales con cientos de muertos. Sólo ha hundido la economía del país. Sólo destroza las vidas de millones de españoles condenados a la pobreza porque se empeñaron con un crédito o porque están obligados a vivir de alquiler en una gran ciudad. Sólo causaría un desastre generalizado si se repitieran circunstancias como las de 1775.

Hace unos días, el señor José Blanco, Ministro de Fomento, viajó a Inglaterra en calidad de agente inmobiliario para vender ladrillo a los ingleses. La gira se estropeó porque cincuenta mil ciudadanos británicos han perdido sus propiedades en España a manos de estafadores de los dos países, que construían sin los permisos oportunos. En Andalucía, hay alrededor de trescientas mil viviendas ilegales; en todo el país, podrían llegar al millón. ¿Cuántas cumplen la normativa antisísmica? Es preguntar por preguntar, naturalmente. No habrá respuesta. Y si la hay, no se hará nada. A fin de cuentas, el propio pacto constitutivo de la legalidad actual, la transición política, fue un pacto de silencio.

Madrid, mayo.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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