Descubrimientos · 27 de mayo de 2011
Mala hora para una concentración: las siete de la tarde de un viernes laborable que, para complicarlo un poco, es de lluvia torrencial; pero la gente llega de todas formas y sigue llegando una hora después. En cuanto a los cielos, negros desde la mañana, se abren cuando deben y hacen honor al nombre de la plaza.Sol. Cegador, faltaría más, sin contemplaciones. Con chubasqueros, gabardinas, cazadoras, paraguas, botas, peso sobrante que pasa a las manos y a los hombros. También con flores, muchas, de tres colores que predominan sobre el resto: rojo, amarillo, morado. Será casualidad, será inconsciente, será lo que sea, pero es; no se ha inventado aquí para completar una frase o despertar conciencias. Y en mitad de la plaza, adornada con pancartas en catalán, se grita la consigna y el motivo de este día: Barcelona, no estás sola.
Entre nosotros, hay pocas ciudades más distintas; Madrid es metrópoli de las nubes y Barcelona, del mar. Pero sus calles siempre han sido las mismas. Las distancias que creemos distinguir no son más que el negocio de un grupo de privilegiados que necesitan separarnos. Es la gran mentira de las naciones. Si somos uno a uno, podemos ser país; podemos ser todos los países que fueron o cuarenta y tantos millones de países; en tal sentido, nación es sinónimo de soledad. Lo que no podemos ser uno a uno, por separado, es lo que Madrid y Barcelona son constantemente: República; de ciudadanos que comparten intereses y voz.
Leo en la prensa: «cientos de personas, con flores en la mano, gritan durante un minuto en apoyo a los desalojados de la plaza de Catalunya». Cientos. Un minuto. De ahí que la policía nacional corte Mayor e interrumpa el tráfico, porque es cosa de cientos y de un minuto; de ahí que se inste a levantar las tiendas de campaña para hacer sitio. Al cabo de dos horas, ya en el Metro, he descubierto que cientos son miles y que un minuto tiene 7.200 segundos. No sé que descubrirán ellos, los de arriba, cuando dejen de mentirse y de mentir. Quizás, que su tiempo se acaba.
Madrid, mayo.
— Jesús Gómez Gutiérrez