El presente · 28 de mayo de 2011
Es por algo que se ha dicho en la asamblea; no recuerdo qué. Una mujer de sesenta y muchos años se pregunta por las movilizaciones de los bomberos, pero se pregunta mirando fijamente al chaval de mi derecha, que se esfuerza en contestar sin mover la cámara con la que está grabando el acto. Como la mujer insiste, el chaval me lanza una mirada resumible en un socorro y yo me trago mi glups y le doy cancha. De los bomberos pasa a su jubilación; de su jubilación, al mundo que tenemos; y del mundo que tenemos, a la esperanza que siente al ver que, por fin, al cabo de la jornada, podría haber futuro.Lo he visto y vivido bastantes veces durante los trece días de acampada que se cumplían hoy. Hombres y mujeres jubilados, generalmente solos, que pasean, escuchan, sugieren y, sobre todo, miran: mejor que nadie; con más fuerza que nadie, quizás desde una alegría pasada por la nostalgia, pero en cualquier caso, con más exactitud que nadie. Es lógico. Cómo comprender los sentidos de una historia, y mucho menos la forma de una historia, si no se han vivido y sufrido tanto que se ha aprendido a reconocer lo excepcional. Por el camino de las emociones llega hasta el último. O por la intuición, si se puede llamar así. Pero la mirada implica generosidad, entrenamiento, atención.
Este lunes, estaba fumando en una de las entradas del campamento. Un anciano se acercó y me pidió un cigarrillo. Cuando vio que sacaba la pitillera con tabaco de liar, ironizó sobre las vueltas que da la vida y me habló brevemente de otro país. Al final, me puso una mano en el hombro, apretó con fuerza y asintió con ojos húmedos antes de alejarse. Eso también es la acampada. Y los carteles de la madre que perdió a su hijo de 22 años en un accidente laboral. Y los deseos personales que afloran entre las consignas. Y los agradecimientos, por docenas, que se van despegando de los cristales del Metro. No sé si se cambiará el mañana, pero se cambia el presente.
Madrid, mayo.
— Jesús Gómez Gutiérrez