La utopía · 22 de diciembre de 2011

Ahí lo tenéis. Otro gobierno para la galería central de la explotación, cuyos lienzos no se cuelgan en las paredes, sino en nuestras espaldas y con la alcayata bien metida hasta el fondo. Dentro de unos años, pasarán a dependencias secundarias de la política o de la economía y, en general, no sabremos decir quién era quién ni a qué se dedicaba. Pero cada uno de sus días habrá sido un día ganado, porque habrán vivido a nuestra costa. Y ganarán muchos días más para otros como ellos.

Todo esto empieza, todas las veces, cuando se extiende una idea que a simple vista parece de sentido común: la idea de que no se puede cambiar todo, sino una parte. Lástima que no se pueda cambiar ninguna parte importante sin la ambición de cambiarlo todo. Sencillamente, no es posible. La renuncia a la utopía, que sólo es irrealizable en el momento de su formulación, no lleva al pragmatismo; lleva a la aceptación de la quimera, lo que no es ni puede ser nunca real. Sin horizonte, no habríamos conquistado ni el más formal de los derechos. Sin horizonte, cualquier espacio es una celda y cualquier minuto, una posibilidad de que la celda se convierta en jaula.

Tenemos un Gobierno nuevo con un Parlamento nuevo. No tenemos nada. Cuando dejaron de representar nuestros intereses, nos liberaron del compromiso de compartir su contexto político y acatar sus normas. Pero nos hemos acostumbrado a ser esclavos. Si hoy pueden discutir tranquilamente sobre el tamaño de los barrotes no es tanto por su fuerza como por nuestra capacidad de resignarnos y adaptarnos, ese gran peligro del que avisaba Stanislaw Lem. Y así estamos. Esperando el milagro de que el sistema cambie por iniciativa propia y a nuestro favor. Esperando lo imposible hasta que encontremos la fe y el valor necesarios para rescatar lo posible, la utopía.

Madrid, diciembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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