Una buena causa · 11 de julio de 2012

Hacia las once y media, la columna de mineros llega a Madrid. Es la noche de un martes laborable, no la mañana de un sábado, pero miles de personas los saludan y muchas decenas de miles más los esperan a lo largo del recorrido; es julio y sobre todo es Moncloa, que por primera vez en 73 años, borra los monumentos de la reacción con la bandera de la República. Si toda jornada tiene sus símbolos, ése es el de hoy; aunque mañana lo escondan los que no tienen corazón para crear ni inteligencia para luchar ni dedos para reconocer el pulso y el deseo de la calle.

Según la prensa, será otro capricho de Sol. Así es más fácil, porque Sol se explica solo; fiesta, unos cuantos gritos y luego, silencio. Ocultarán que fue la rabia de Princesa, donde jamás se vio nada parecido y la ira de Gran Vía, donde a la una de la madrugada, para asombro de tantos y sin presencia de las televisiones, no cabe un alfiler. ¿Qué tiene de nuevo esta noche? Nada en el reconocimiento de unos hombres que lo merecen; Madrid siempre se vuelca con los suyos. Todo en la disposición de pelear tras haber asumido que respetar la ley es aceptar la esclavitud y que esperar, como nos piden, es morir.

Horas más tarde, el Parlamento del Reino quemará los últimos velos del fantasma llamado «Estado social y de Derecho», en el que no creyó nunca. Ningún grupo abandona la sala; tampoco los que supuestamente nos defienden (si pudieran, huirían a Valencia). Entre tanto, la policía carga en la Castellana contra hombres y mujeres que empiezan a perder el miedo. Pero eso será después; como ya se ha dicho, horas más tarde. Ahora, en la noche de Madrid, se extiende esta voz: que no hay causa imposible con la fuerza del ejemplo ni fuerza que no se pueda reunir con una buena causa.

Madrid, julio.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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