Represión · 15 de noviembre de 2012

El gris es el color de la caseta de libros; el azul, el color del antidisturbios que golpea una y otra vez a una adolescente en la Cuesta de Moyano. Algunos amigos de la víctima, ni mayores que ella ni más fuertes, corren a ayudarla; el antidisturbios retrocede un momento y vuelve con otros, que retoman la paliza y abren fuego contra los que huyen hacia el Retiro y contra los que no huyen. A mi lado silba una pelota de goma. Se oyen dos o tres chasquidos.

Sólo han pasado unos minutos desde las cargas en el Museo del Prado, primero por Neptuno y después por la Plaza de Murillo, para empujar a la gente hacia Alfonso XII. En Espalter, con el helicóptero sobre nuestras cabezas, tres coches de policía se han encargado de avivar el pánico; cuando ya se iban, uno de sus ocupantes ha sacado una mano por la ventanilla y ha hecho un gesto que resume la cultura política del régimen. Algunos han contestado en voz alta; el resto, que todavía tiene el miedo heredado de ese mismo régimen, en voz baja.

Pero Atocha es de voz alta; apunta a Lavapiés y a los barrios del sudeste y del sur. Las cargas se contestan con barricadas y, cuando se puede, contracargas. Poco antes de las diez, se crea una calma de humo y fuego, suficiente para cruzar. Ambulancias. Gente herida. Explosiones por Santa María de la Cabeza. Más ambulancias. Cascos y escudos hacia Santa Isabel. En Antón Martín, un chico está tendido en el suelo; le han alcanzado en la pierna, que parece rota. Entre los que intentamos alejarlo, hay un policía municipal.

Madrid, noviembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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