Virus · 13 de julio de 2013

Tetas, tetas, tetas. Está bien lo de las tetas; casi tan bien como lo del tipo que supuestamente mata a sus hijos y se convierte en portadas de periódicos de todos los colores y en cien programas de televisión presentados por perros para una audiencia de perros, con perdón para los perros de verdad. Guau. Medio país, atento a la crónica de sucesos y a un asunto de tetas. ¿Se puede ser más imbécil? Claro que sí. Se puede ir de comprometido y progresista y tragarse el anzuelo hasta el colon, donde la escatología hace lo suyo en sus dos acepciones, excrementicia y ultratumbera. Qué pasote, tíos (y tías); tanta cultura para acabar de bebé. ¿Es bueno que una horda toque las tetas a quien no quiere que le toquen las tetas? ¿Está bien que alguien quiera que una horda le toque las tetas? ¿Dónde acaban las tetas de una (uno) y empiezan las tetas de las demás? Por fin habéis encontrado un problema moral de altura. Y qué decir del infanticida. ¿Cómo pueden pasar estas cosas? Oh, qué espanto. Oh, qué barbaridad. Oh ah, ¿será posible que la condición humana exista? Y en el caso de que exista (votadlo en asamblea), ¿cambiaría si cruzamos los deditos con fuerza o reimplantamos la penita de muertecita? Asesinatos, asesitetas, tetas. Sois el virus que extiende un proceso de deconstrucción cultural. Sois la vanguardia inconsciente en la agenda política de la reacción.

Madrid, julio.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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