Páramo · 1 de abril de 2014
He llegado tarde a la concentración. Me han dicho que les han quitado la pancarta y que los han disuelto de mala manera. Algunos se han ido; otros no. Como siempre, hay destacamentos de antidisturbios en todas las bocacalles, ante el edificio del reloj y junto a las entradas del Metro; pero son un segundo plano de la escena principal, formada por un círculo de manifestantes, curiosos y periodistas independientes y extranjeros que retrocede y se rompe cuando los azules amenazan y se vuelve a formar después. Alguien grita: ¡Vergüenza! Nos sumamos dos y ya no se suma nadie, porque los antidisturbios acallan al primero y se encaran con los que tienen cerca, empujando, acorralando, intimidando. Identifican a uno; se lo llevan. Detienen a un hombre con muletas y las desmontan, tal cual. Ya no se grita. Si alguien levanta la voz, se convierte automáticamente en objetivo. Ahora hay que hablar en voz baja y fingirse inocuo; hay que demostrar que se asume el imperio de la ley desde la impotencia del súbdito, que puede ir donde quiera con la condición de no ser en ninguna parte. A pesar de ello, más identificaciones. No les basta. Mientras la Audiencia Nacional juzga a más víctimas de montajes, en la Puerta del Sol se prohíbe la voz y hasta el verbo estar. Es otra vuelta de tuerca sobre la vuelta de tuerca. Violencia en frío. Arbitrariedad absoluta. En la entrada de Mayor, dos antidisturbios vigilan con los cascos puestos y las armas a punto. La gente se las ve y se las desea para pasar entre ellos sin rozarlos. Yo no me esfuerzo. Tampoco fuerzo el roce. Me limito a pasar con mi acompañante y a permitir que un hombro diga lo que han prohibido a mi garganta.Madrid, 31 de marzo.
— Jesús Gómez Gutiérrez